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8 de diciembre de 2025

Posicionamiento de la Sociedad Argentina de Investigación en Neurociencias (SAN) ante las decisiones de la Agencia I+D+i

La Agencia I+D+i es el principal organismo nacional a cargo del financiamiento del Sistema Científico Argentino. En una decisión sin precedentes, su presidenta Natalia Avendaño, junto a los directores Luis Martín Gómez de Liguori y Verónica Vaccalluzzo, decidió anular el financiamiento ya otorgado a cientos de proyectos (PICT 2022) y cancelar definitivamente, luego de dos años de postergaciones, la convocatoria 2023. Este acto, que consolida una parálisis total en la que la Agencia no ha financiado ningún nuevo proyecto básico en la actual gestión, se complementa con la reciente implementación de la Convocatoria AIC. Este nuevo modelo prioriza casi exclusivamente la “ciencia aplicada” y la “ciencia básica orientada a cadenas de valor”. Ambas medidas, en conjunto, representan un golpe devastador a la investigación básica y desconoce la naturaleza del conocimiento, ignora las lecciones de la historia y traiciona la tradición de excelencia que forjó el prestigio científico nacional. La consecuencia es lógica e innegable: hoy, Argentina se ha convertido en uno de los pocos países de América que ha dejado de financiar la ciencia básica, abandonando así la posibilidad de construir su propio futuro y de desarrollarse con autonomía. Por ello, la Sociedad Argentina de Investigación en Neurociencias (SAN) expresa su profunda preocupación y rechazo ante estas decisiones.

Sorprende y preocupa que un instrumento de financiamiento que involucra fondos públicos se diseñe con un desconocimiento profundo de los procesos de generación de conocimiento. La Agencia propone fomentar la “ciencia básica orientada a cadenas de valor”, un concepto que, desde la SAN, consideramos una contradicción en sus términos. La investigación básica se define por la búsqueda de comprensión fundamental, guiada por la curiosidad y libre de ataduras a aplicaciones inmediatas. Su orientación coercitiva hacia una “cadena de valor” desde el origen desnaturaliza su esencia y anula su potencial transformador a largo plazo.

Reconocemos la importancia de la ciencia aplicada y la vinculación tecnológica para el desarrollo. Sin embargo, estas no pueden ser la única vía. Un sistema científico robusto se compone de un ecosistema integral donde coexistan y se alimenten mutuamente: la ciencia básica, la ciencia aplicada y el sector productivo. Son eslabones de una misma cadena de generación de valor, donde el primero es indispensable para que los demás existan. Las universidades y los institutos científicos estatales (CONICET, INTA, INTI, CNEA, etc.) son pilares en los que se forman los recursos humanos que luego alimentan al sector productivo, y donde se realiza la investigación de alto riesgo que ningún actor privado está dispuesto a financiar. Es ahí donde se genera el conocimiento frontera que, más tarde, puede derivar en innovaciones de alto valor agregado. Sin ciencia básica, no hay nuevo conocimiento; sin nuevo conocimiento, no hay cadena de valor ni sistema científico-productivo posible. Estos son elementos fundamentales para cualquier país que aspire a superar el subdesarrollo.

La historia universal es clara: los países que dieron el salto al desarrollo lo hicieron apostando al conocimiento, incluso durante sus peores crisis. Corea del Sur en los años 60, devastada por la guerra, fundó el KAIST e invirtió en educación científica básica, sembrando la semilla de sus chaebols tecnológicos. Israel, desde su fundación, decidió que su riqueza sería el capital humano, destinando sistemáticamente más del 4% de su PBI a I+D, con un fuerte componente en investigación fundamental. Alemania, tras la Segunda Guerra Mundial, reconstruyó su prestigio y economía reafirmando la libertad de investigación y el financiamiento estable a la ciencia básica a través de la Sociedad Max Planck. Todos entendieron que la ciencia aplicada es la cosecha, pero la ciencia básica es la semilla. Sin semilla, no hay cosecha. Hacia ese vacío nos dirigimos. El gobierno argentino, en cambio, acaba de enviar al Congreso un presupuesto donde la inversión en Ciencia y Tecnología desciende a un valor histórico mínimo (0,15% del PBI).

Los ejemplos más altos de nuestra historia científica nacional demuestran precisamente la importancia estratégica de invertir en ciencia básica fundamental. De hecho, nuestros tres premios Nobel —Houssay, Leloir y Milstein— no respondían a demandas de mercado. Hacían preguntas fundamentales por pura curiosidad. De esa ciencia básica surgieron avances que revolucionaron la medicina y, en el caso de los anticuerpos monoclonales de Milstein, generaron una industria global billonaria. Que Milstein tuviera que desarrollar su trabajo premiado con el Nobel en el exterior es una lección dolorosa que no debemos repetir: cuando el Estado no valora la investigación de largo aliento, pierde a sus talentos y renuncia a su futuro.

Hoy, la Convocatoria AIC repite y agrava ese error histórico. Con plazos absurdamente cortos de 18 a 24 meses —insuficientes para un doctorado, un artículo de calidad o consolidar una línea de investigación— y la exigencia obligatoria de un “socio privado”, este modelo ignora por completo que la ciencia de calidad necesita tiempo, aquí y en cualquier parte del mundo. Plazos tan breves obligan a los investigadores a embarcarse únicamente en proyectos de bajísimo riesgo y de potencial transformador limitado, abandonando la exploración audaz. Este enfoque convierte las ideas novedosas y disruptivas en una mercancía que debe hallar comprador antes de existir, una exigencia incompatible con la naturaleza de la investigación básica y de alto riesgo, que el sector privado suele eludir. Además, con los montos de financiamiento anunciados, es previsible que incluso la cantidad de proyectos de ciencia aplicada que logren ejecutarse sea baja, profundizando la parálisis general del sistema. El resultado final es un sistema que, al erosionar la capacidad de generar conocimiento original y transformador, perjudica al propio sector productivo que dice querer estimular, condenándolo a depender casi exclusivamente de conocimiento generado en otros países. Este modelo precariza hasta lo insostenible las carreras científicas, forzando a los investigadores a dedicar la mayor parte de su tiempo a la búsqueda de financiamiento y a reemplazar sus preguntas originales por desarrollos de corto plazo que el mercado demanda inmediatamente. Así, se los transforma en gestores de su propia incertidumbre, no en pensadores capaces de explorar lo desconocido.

Por todo ello, exigimos un giro urgente hacia una verdadera Política de Estado para la Ciencia, construida con diálogo y consenso, que incluya:

  1. Financiamiento basal sostenido y significativo que garantice la investigación básica por curiosidad y la libertad académica.
  2. Carreras científicas dignas, estables y atractivas para retener el talento en el país.
  3. Un modelo integral que fomente todas las formas de conocimiento, complementando —no enfrentando— la ciencia básica con la aplicada.
  4. Una Ley de Financiamiento de la Ciencia que blinde la inversión, la eleve progresivamente y la sustraiga de la coyuntura política.

Invertir en toda la ciencia, especialmente en la básica, no es un gasto en tiempos de crisis. Es la decisión más pragmática y estratégica para construir un desarrollo productivo genuino. Un país que solo financia la ciencia que ya tiene un comprador renuncia a su derecho a imaginar y crear su propio futuro, y se condena a ser un actor secundario, relegado eternamente al papel de consumidor de ideas y tecnologías ajenas.

Defender la ciencia integral es defender el derecho de la Argentina a pensar, a preguntar y a existir con autonomía.

Sociedad Argentina de Investigación en Neurociencias (SAN)

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