En poco más de cien años el mundo ha cambiado en muchos aspectos y, en contadas ocasiones, junto con los beneficios que este cambio nos ha traído comenzamos a descubrir nuevos problemas. Por ejemplo, el motor de combustión nos permitió movernos más rápidamente entre ciudades (incluso entre diferentes continentes), pero con la expansión del transporte también aumentó la contaminación del aire.
Pero existe otra tecnología que se ha expandido de manera acelerada y que parece tener su lado negativo dentro de todas las ventajas que nos ha acercado: la luz artificial. Desde que Edison encendió la primera lámpara incandescente en 1879, la iluminación artificial se extendió por calles y hogares, permitiendo que las actividades humanas se extendieran más allá de la luz del día o de las escasas noches de luna llena, y haciendo que velas y lámparas de aceite pasaran a ser solo una fuente lumínica de emergencia o mera decoración.
Pero llegó el siglo XX, y con este apareció una innovación que revolucionó nuestras vidas, los LED (las siglas en inglés del diodo emisor de luz). No solo nuestras ciudades y casas se iluminaron como si fuera pleno día, sino que estas luces invadieron las pantallas de televisores, computadoras y teléfonos celulares, haciendo que nuestras noches se extiendan más allá de las horas de la madrugada.
Seguramente han visto en los últimos años muchas notas en los medios advirtiendo sobre el excesivo uso de esta fuente de iluminación y los daños que podría producirnos quedarnos hasta altas horas de la noche contestando mensajes y viendo memes en nuestros celulares, o disfrutando una interminable maratón de series en TV. Esto es lo que hoy conocemos como contaminación lumínica. Pero ¿es este tipo de iluminación perjudicial para nosotros? ¿Qué tipo de daño puede hacernos? ¿Podemos hacer algo al respecto?
Lo primero que tenemos que saber es de qué manera entran los rayos de luz a nuestros ojos. Una vez que atraviesan la pupila chocan directamente con el “tapizado” interno de nuestros ojos, la retina. Es allí donde se encuentran las células encargadas de enviar la información que le permitirá a nuestro cerebro interpretar las imágenes de lo que estamos observando. Pero no todo es imágenes, ya que en la retina también existen otras células “no visuales” que son necesarias para sincronizar nuestro reloj interno (conocido como ritmo circadiano, que se ajusta de acuerdo con el ciclo solar de 24 horas), los reflejos de la pupila y la regulación de la síntesis de melatonina, que es la hormona que aumenta en las horas de la noche para inducirnos el sueño.
Las funciones de este último grupo de células dejan en claro la influencia negativa que puede tener sobre nuestras vidas la experimentación de un menor número de horas de oscuridad. Justamente, la mayor parte de los estudios sobre la contaminación lumínica y su acción sobre la visión se han centrado en los cambios en los ritmos circadianos (e incluso su influencia a nivel social y económico), pero no se han hecho muchos estudios a nivel del daño que pudiera producirse en la retina.
Las células que están a cargo de sincronizar nuestro reloj interno, que son las primeras en recibir los rayos de luz que provienen del exterior, se encuentran en una capa de la retina diferente a aquella en donde se localizan las células fotorreceptoras encargadas del procesamiento de las imágenes -de las que hablamos en la nota “Mirando a través de los ojos de los demás” -. A estos sincronizadores del reloj biológico, que son un tipo especial de neuronas, se los conoce como células ganglionares de la retina, que además de estar conectadas con el centro del reloj biológico (que se localiza en el hipotálamo, en la base del cerebro), fabrican una proteína llamada melanopsina, que se produce en presencia de la luz para controlar la síntesis de la anteriormente mencionada melatonina. A medida que avanza la oscuridad del día, la cantidad de melanopsina baja y por ende aumenta la de melatonina, induciendo así el sueño. Por eso es importante no exponerse por la noche a fuentes de luz artificial, porque esto impide el metabolismo normal del sueño y nuestro reloj biológico queda “fuera de hora”.
Nuestros ojos, y los de muchos otros mamíferos, han evolucionado para adaptarse a los períodos naturales de luz/oscuridad, e incluso poseen mecanismos de defensa ante situaciones especiales de exposición lumínica. Pero a pesar de ello, una exposición a una luz intensa o de manera prolongada puede causar la muerte de las células fotorreceptoras (conos y bastones), lo que conduce a degeneración retinal de manera irreversible. Este proceso puede a su vez acelerar muchas de las enfermedades genéticas que afectan a la retina, como la retinitis pigmentosa y la degeneración macular asociada con la edad.
La alta oxigenación de la retina, junto con su exposición a la luz, la hacen uno de los tejidos más expuestos a lo que se conoce como estrés oxidativo. ¿Y qué diferencia hay con el estrés que todos conocemos? Existen ciertos eventos, como el envejecimiento, la inflamación, la contaminación del aire o el humo del cigarrillo, que inducen en nuestras células la producción de ciertos compuestos conocidos como intermediarios reactivos del oxígeno (entre los más conocidos está el agua oxigenada), que surgen de la interacción del oxígeno con ciertas moléculas. En presencia de estímulos nocivos, como los citados arriba, estos intermediarios pueden atacar a otras moléculas como los carbohidratos, lípidos (grasas) de membrana, proteínas y ácidos nucleicos (como ADN y ARN). Cuando estos mecanismos se amplifican de manera descontrolada, dando lugar al mencionado estrés oxidativo, las estructuras celulares comienzan a romperse llevando a un daño irreversible. Por suerte, la retina posee un sistema que protege a sus células del estrés oxidativo, aunque en determinadas circunstancias -como la exposición a la contaminación lumínica- estos mecanismos pueden fallar y dar lugar a la degeneración retiniana.
Por supuesto que la mayoría de nosotros no siempre estamos expuestos a muchas horas de luz por largos períodos de tiempo, pero el solo hecho de extender diariamente nuestra exposición a la contaminación lumínica -ya sea por el alumbrado artificial o por el uso excesivo de pantallas LED durante las horas nocturnas- causaría efectos negativos aparentemente imperceptibles, pero que se van acumulando a lo largo del tiempo para finalmente producir daño en la retina. Justamente, las novedosas y extendidas luces LED tienen un componente muy importante de luz azul, y es esa parte del espectro lumínico una de las que produce mayor degradación retinal.
Poco se sabe del efecto de la contaminación lumínica en la región de la retina que no se ocupa de las imágenes, por lo que, durante su tesis doctoral, la Dra. María Mercedes Benedetto (CIQUIBIC-CONICET-UNC) realizó una serie de experimentos en ratas para determinar de qué manera la exposición prolongada a luces LED afecta a las diferentes capas de la retina. Para ello expusieron a los animales a diferentes períodos de luz LED de baja intensidad, que se extendieron de dos a ocho días, y compararon varios procesos moleculares retinales con los de aquellos individuos que fueron expuestos a períodos normales de luz/oscuridad.
Entre los fenómenos observados, a partir del sexto día de iluminación constante con LEDs, la capa de células de la retina donde se encuentran los fotorreceptores mostró una reducción en su grosor debida a muerte celular, hecho que fue acompañado con la aparición de productos asociados al estrés oxidativo.
Cuando a esta iluminación constante se la intercaló con diferentes períodos de oscuridad (entre 2 y 12 horas), se observó que el funcionamiento normal de la retina comenzaba a restaurarse a partir de las 8 horas de oscuridad (16 horas de luz), mientras que con 12 horas de oscuridad (12 horas de luz) la respuesta de la retina a la luz era completamente normal. Estos resultados indicarían que si se incluyen horas de descanso (oscuridad) los efectos de la exposición a la luz pueden ser menos dañinos que los estímulos constantes, sugiriendo la existencia de mecanismos reguladores que tienden a revertir o prevenir el proceso de muerte celular cuando la retina se mantiene en reposo.
Todo esto confirma el hecho de que los fotorreceptores (la parte visual de la retina) se ven muy afectados por la contaminación lumínica -que alarga los tiempos naturales de luz y acorta los de oscuridad- y que, dependiendo de la extensión de los tiempos de exposición a esa iluminación, puede llegar a producirse una degeneración retinal irreversible. ¿Pero qué pasa con la región no visual, en donde se encuentran las células ganglionares de la retina?
Según los experimentos de la Dra. Benedetto, incluso con 8 días de exposición a luz LED constante estas células no se verían afectadas por muerte celular. Por otro lado, observaron que algunos fotopigmentos producidos allí, como la mencionada melanopsina, cambian su localización con relación a la que poseen en períodos de luz/oscuridad normal (12 horas de cada uno). Probablemente este cambio funcione como un mecanismo de protección para esa región no visual de la retina ante períodos de exposición prolongada a la luz.
La muerte celular en la zona de los fotorreceptores, sumado a un posible cambio en la sincronización de los ritmos circadianos que podría producirse al cambiar la localización de los fotopigmentos en la región no visual, serían en gran parte los responsables de la degeneración de la retina inducida por contaminación lumínica.
De cualquier manera, no toda la muerte celular en conos y bastones sería debida al estrés oxidativo, por lo que las terapias con antioxidantes no serían suficientes para prevenir la degeneración retinal por luces LED.
Por ahora, la única solución para proteger a nuestros ojos va a seguir siendo evitar el exceso de luz artificial en horas nocturnas, sobre todo aquella que es emitida por pantallas LED. Así que ya saben, menos celular en la cama. Y la segunda temporada de la serie puede esperar hasta mañana.
Foto por: Oğuzhan Akdoğan on Unsplash